11 de agosto de 2025
Diario La Rioja
Quien haya seguido los medios durante el primer fin de semana de agosto ha podido comprobar la impresionante acogida que ha tenido el Jubileo de los Jóvenes en Roma, que ha venido a ser una especie de Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) como las que se han vivido en otros momentos y latitudes.
Es una buena noticia que un millón de jóvenes reunidos en una ciudad no haya supuesto un problema de orden público, ni un atentado contra el patrimonio, ni una amenaza contra nadie, sino todo lo contrario, un reguero de alegría, de saludo fácil, de conversaciones espontáneas, de convivencia pacífica, con las repercusiones económicas y sociales que esto conlleva, lo que no deja de provocar un interrogante sobre el origen de este buen comportamiento, que contrasta con otras convocatorias que dejan su marca de altercados y destrozos con el consiguiente impacto negativo donde se produzcan. Creo que a las autoridades no les debería pasar desapercibida esta consecuencia fácilmente evaluable a la hora de promover sus propuestas políticas.
Los que vamos cumpliendo años y eventos multitudinarios con jóvenes podemos constatar que esta convivencia respetuosa y alegre se repite a lo largo del tiempo, con una disposición fácil para secundar lo que se proponga, sean cantos, bailes, o la ocurrencia del momento, lo que genera un ambiente muy atractivo. Pero también se nota la motivación religiosa-católica que orienta estas convocatorias, porque si todas estas manifestaciones son consecuencia de una alegría que se muestra de diversos modos, también tiene otras expresiones que indican que no se trata de una multitud sin identidad, sino que sabe por qué se reúne, y en el fondo qué espera de estos encuentros.
Cada grupo de los que han participado en el Jubileo podría poner sus ejemplos. Yo me quedo con los silencios. Por ejemplo, el que pudimos experimentar en el encuentro de españoles reunidos en la Plaza de San Pedro el viernes 1 de agosto, en el que hubo momentos durante la misa en los que el silencio era tal, que sólo se oía el agua de la fuente, lo que suponía el recogimiento unánime de todos los que estábamos allí, conscientes del sentido de nuestra presencia.
Por otra parte, oír el agua de la fuente no dejaba de tener un significado metafórico, una sugerencia para todos nosotros, la posibilidad de atender a la voz auténtica, al origen de todo, que se deja percibir cuando callan otros ruidos que confunden más que aclaran. Una invitación a ejercitarse en los tiempos de silencio que permiten percibir las señales que orientan en el camino que se ha de seguir.
Lo volvimos a experimentar al día siguiente, durante la vigilia de oración en Tor Vergata, en las afueras de Roma, y en la misa de la clausura del Jubileo. Momentos de silencio sobrecogedores que recordaban a los ya vividos por muchos de nosotros en este mismo lugar, 25 años atrás, con motivo de la JMJ convocada por Juan Pablo II, hoy santo, o en la explanada de Cuatro Vientos, en la JMJ de Madrid, en 2011, con el querido Benedicto XVI, sorteando aquella tormenta que amenazaba el encuentro, o en la última JMJ, la de Lisboa, hace dos años, en la que el igualmente querido Papa Francisco nos convocaba para este momento jubilar de ahora.
Silencios que no se encierran en sí mismos sino que son la posibilidad de atender a ese rumor del agua de la fuente que es la propuesta de vida que transforma la realidad, no de cualquier manera, sino con el estilo de Dios manifestado en la Iglesia, y que el Papa León XIV nos vuelve a recordar: el camino de la paz, la denuncia de las situaciones de guerra como la que se sostiene en Gaza, donde la población civil sufre injustamente de una forma atroz, al igual que en Ucrania, o en El Congo (RDC) como en tantos otros lugares; la construcción de una sociedad más humana, fraterna, caritativa, esperanzada, dialogante, verdadera, sin los escoramientos que la fracturan, y con tantas otras buenas aportaciones que se podrían realizar. Son signos de la santidad que debería caracterizar a los seguidores de Jesús. Ojalá que los que hemos sido testigos de los silencios que dejan oír lo que Dios espera, nos pongamos manos a la obra en esta tarea compartida con los demás para la felicidad de todos.
Mons. Santos Montoya Torres
Obispo de Calahorra y la Calzada-Logroño