No deja de sorprendernos la capacidad que tienen algunas personas de dominar el arte de la expresión; emplean el lenguaje de una forma tan habilidosa que inmediatamente surge en el receptor lo transmitido con un impacto diverso. La posibilidad de edificar o de derrumbar algo en la persona a través de un mensaje no afecta sólo al que lo recibe, sino también al que lo emite.
El lenguaje siempre deja su huella. Podríamos decir, entonces, que nos vamos configurando con las palabras de nuestro entorno, las que escuchamos y las que pronunciamos. Y cuando decimos palabras, incluimos las imágenes, que no dejan de ser discursos en otro formato.
Las palabras nos afectan especialmente cuando pasan por el corazón, bien porque las hemos hecho nuestras, o porque las hemos elaborado con toda intención. Donde interviene la libertad se decide el destino de gestos y expresiones que pueden ir a la letrina, empleando la expresión del evangelio, o a la transformación de la persona, bien para su desarrollo, o para todo lo contrario (cf. Mc 7, 18-23).
El lenguaje es un organismo vivo que asimila nuevos conceptos y expresiones, y relega otros, por desuso, modas o decisiones de la sensibilidad del momento.
Pasando por aquí, aunque no es la intención primera, el llamado lenguaje complexivo es una muestra de lo que decimos, cuyo desarrollo alcanza, en algunos casos, cotas delirantes. Quizá la cultura de otro momento entone las palabras de forma diferente, conjugue de otra manera, o establezca concordancias de modo muy distinto al actual. Quién sabe. Las posibilidades de la alteración del lenguaje son muchas y depende de la cabida que se les dé. Como decimos, el lenguaje vive, y, por tanto, puede enriquecerse o empobrecerse, como nos pasa a los que lo empleamos.
Todo el que se ha puesto a dialogar sabe que las expresiones en primera persona son más respetuosas que las que directamente acusan y juzgan; que el deseo de salvar la proposición del otro es un arte del encuentro que confía en la escucha y busca el esclarecimiento de la opinión contraria para argüir con un mayor conocimiento de causa. Los tonos de voz, los gestos, y el uso de determinadas expresiones pueden orientar de forma muy distinta el transcurso de la conversación. En definitiva, nuestra forma de hablar puede ser un buen reflejo de cómo nos vemos, cómo nos encontramos y del modo de situamos ante los demás.
Cuando se recurre al insulto, a las frases ofensivas o lo que es peor para un creyente, a la blasfemia, el lenguaje se pervierte porque atenta contra la naturaleza social del hombre que está llamado a vivir en sociedad, a convivir.
Quisiera resaltar el hecho de la blasfemia, que ya señala el libro de los Salmos: su boca se atreve con el cielo (Sal 73). Resulta, que, cuando desde los campos de fútbol se quiere eliminar, con razón, cualquier expresión racista; cuando se lucha para que no tengan cabida ofensas hacia otras religiones, o hacia la identidad sexual de una persona, se siguen tolerando afirmaciones insultantes al contenido de la fe católica.
Es un caso único en nuestro país que se hayan desgajado del vocabulario religioso, palabras sagradas destinadas a la alanza de Dios, repetidas en la liturgia y cantadas por el pueblo fiel: hostia pura, hostia santa, hostia inmaculada…, y emplearlas en sentido profano para indicar un golpe, una sorpresa, o un accidente, por ejemplo. No digo si además se añade algún calificativo insultante o alguna intención fisiológica sobre estas u otras realidades divinas. La sacudida interior que produce en el creyente oír algo así resulta muy dolorosa.
No deja de sorprenderme que se acepte en el doblaje de series y películas la selección de alguna de estas palabras sagradas, cuando no tienen este significado en los idiomas originales, y que bien se podrían sustituir por otras muchas de nuestro rico vocabulario, sin este contenido hiriente.
Desde este rincón abierto que permite el periódico abogo por el respeto en nuestra forma de hablar para que no se insista en la normalización de algo que no se desea para otros ámbitos de la sociedad como ya hemos indicado, responsabilidad que atañe también a los creyentes.
Santos Montoya Torres
Obispo de Calahorra y La Calzada – Logroño