GUARDIÁN DE MI HERMANO

Comenzamos el mes de marzo de la mano de nuestros testigos de la fe, los santos mártires S. Emeterio y S. Celedonio, aquellos soldados, no ya de Roma, sino de Cristo, que eligieron combatir otra batalla cuando tuvieron que decidir a quién obedecer. La disyuntiva les salió al paso, como ya le ocurrió a Nuestro Señor, y como sucedió y sucederá a tantos en la Historia, imitando su ejemplo: optar por la causa del Evangelio en vez de por otras causas incompatibles con ella, poniendo en juego la propia vida. Y quien dice “lo más”, dice “lo menos”, que no es poco, la pérdida de bienes, el prestigio, la profesión, el futuro, etc.

Por eso los testigos de la fe son capaces de discernir gracias al criterio asimilado por la gracia y el ejercicio obediente de la imitación de Cristo. Esto quedó bien patente en el Congreso Nacional de Vocaciones que tuvo lugar en Madrid el pasado mes de febrero como hemos indicado en varios momentos. Allí se puso de manifiesto que Dios sigue llamando, enviando trabajadores a su mies, tocando en la puerta de los convocados a formar una familia, base de nuestra sociedad; a vivir el laicado en las distintas dedicaciones en las que se encuentre; a entregarse en los estilos particulares de la vida consagrada, activa y contemplativa; en la vocación al sacerdocio, y en todos los casos con ese posible doble envío, dentro y fuera de nuestras fronteras, signo de nuestra Iglesia universal.

Dado que en unos días celebraremos Dm el Día del Seminario quisiera contar el testimonio de un sacerdote de un país del Este, en plena dictadura, con tolerancia y persecución al mismo tiempo hacia la Iglesia, con métodos coercitivos públicos y otros más ocultos como es el caso. El sacerdote en cuestión descubre en su primera misa que su hermano, un joven brillante, que estaba a punto de ser piloto en su país, no llegó misteriosamente a serlo cuando ya había pasado todas las pruebas correspondientes. La causa fue que en la última entrevista le dijeron que seguiría adelante su carrera si conseguía apartar a su hermano del Seminario. El hermano del futuro sacerdote ni se lo planteó, nunca le habló del chantaje al que lo estaban sometiendo. La obediencia no fue para su superior jerárquico sino para quién él entendía que era realmente su Señor. Su testimonio, silenciado durante años, fue su regalo de ordenación.

Descubrimos con acciones heroicas como esta, incruenta, a diferencia de nuestros mártires calagurritanos, que la llamada de unos es protegida por otros para que pueda fructificar como Dios quiere. Tendríamos que preguntarnos, tomando unas famosas palabras del capítulo cuarto del Génesis, ¿acaso soy yo el guardián de la vocación de mi hermano? La respuesta afirmativa es contundente, ya que el modo en el que cada uno vive su propia vocación es una ocasión para suscitarla en otros, y, al mismo tiempo, estamos llamados a respetar y valorar cada vocación como se merece, sin intromisiones de ningún tipo, y teniendo en cuenta que el único escalafón que las clasifica es la santidad con la que se viva cada una de ellas.

Hemos empezado la Cuaresma de este Año Jubilar, un tiempo para hacernos fuertes en el verdadero discernimiento de nuestra vida de bautizados-vocacionados para servir mejor a nuestra Madre la Iglesia en su variada realidad y a este mundo amado por Dios.

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