¡Felices Pascuas!

Vicente Robredo administrador diocesano

¡FELICES PASCUAS!

¡Hermanos, hermanas, ha resucitado! ¡Jesús ha resucitado! Como lo había dicho. No debía resultar una sorpresa, pues estaba anunciado y muy anunciado Pero resucitar era tan nuevo, tan creadoramente nuevo que nadie podía siquiera imaginárselo. Porque no era volver a la vida terrena, a la de antes, al estilo de Lázaro, sino vivir en Dios gloriosamente, definitivamente, trascendiendo lugares, calendarios, límites de este mundo.

Por eso les era tan difícil a los mismos testigos anunciarlo. Porque su presencia resucitada les excedía. Porque el gozo de tenerlo con ellos de nuevo los superaba. Porque toda palabra se quedaba pequeña, toda expresión se les quedaba corta, todo gesto era pobre para testimoniar la luz, la vida nueva, la riqueza insondable que entrañaba verlo resucitado.

Todas las perspectivas eran pocas para entender tal acontecimiento. Los guardias de la tumba, estupefactos; María Magdalena y las mujeres que iban con sus aromas y ungüentos al sepulcro quedaron perfumadas para siempre por el Resucitado. La losa del sepulcro estaba triste, que hubiera preferido seguir sellando aquel cuerpo yacente y no ser apartada jamás para seguir teniéndolo; la tumba era un vacío, una desolación, pura añoranza de aquella plenitud desfigurada que, pocas horas antes, había cobijado; los lienzos, por el suelo, lamentaban no ser sino un desorden; el sudario, doblado con cariño de madre, no hallaba ya semblante que cubrir y vivía de los rasgos divinos que había custodiado. Pedro, Juan, los apóstoles, yendo y viniendo presurosos de un lado para otro, de una impresión a otra, de un encuentro a otro encuentro, del miedo a la alegría confiada, apenas se atrevían a entrar en el misterio.

Buscar entre los muertos al que vive ya no tiene sentido; que no tiene un aquí donde instalarse, porque los tiene todos; que no hay sitio donde Él no esté presente, hora alguna que no le pertenezca y se rinda a su paso. ¿Cómo huir de su gracia redentora, hurtarse a su presencia primogénita, alejarse de Él ni siquiera unos palmos?  Él vive y vivifica a cuantos lo reciben libremente, lo acogen hondamente agradecidos.

Si, queridos hermanos, Cristo ha resucitado. Las sendas de la vida son variadas, pero el destino es único. Camino de Emaús, a la caída umbrosa de la tarde, Jesús es compañero que anima y reconforta, es maestro que explica la Escritura, es comensal que invita y que comparte su Cuerpo con nosotros y con todos.

Su identidad: las llagas luminosas, la brecha del costado traspasado, cicatrices de amor que nos señalan cuánto ama Dios al mundo. Los apóstoles, tardos para entender gloria tan alta, no podían negarse a la evidencia. Jesús resucitado se imponía a fuerza de presencia luminosa, que ahuyentaba la noche y abría toda puerta, por herméticamente cerrada que estuviera, hasta hacerles exclamar “Señor mío y Dios mío”. Los ojos y las manos no sabían qué hacer, dónde mirar, se quedaban atónitos, transidos por la fe, por la esperanza cumplida y rebosante, por el amor saliéndose del pecho.

La humanidad hallaba sus raíces, era recién nacida, pero de un modo superior, más alto; la historia contemplaba boquiabierta la senda del sentido; los hombres y mujeres de la tierra, trasfigurada en un Tabor excelso, se escuchaban, miraban de una forma fraternalmente humana, se vestían de fiesta para participar en el festín de bodas, cuyo esposo atrayente era el Cordero.

¡Feliz Pascua florida, hermanas todas! ¡Feliz Pascua florida, hermanos todos! ¡Feliz resurrección, que nos desborda en Jesucristo a todos! Nadie puede decir que no hay futuro, que el presente es agónico. Jesús resucitado está latiendo en cada corazón, en cada vida, en cada realidad que nos envuelve, con su inefable amor insobornable que crece y sigue abriéndose en nosotros.

Sigámonos cuidando unos a otros, dedicando especial atención a los más pobres, a los que menos cuentan, a aquellos que, alejados, no han tenido ocasión de conocerlo. Dadles vosotros de comer, dadles a Cristo, dádselo a conocer con vuestros signos de amor, vuestra presencia alegre y solidaria, esperanzada, utópica y radiante, haciendo cada día verdad resucitada, sacramento cordial y venturoso su “Amaos como Yo os he amado”.

 

Vicente Robredo

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